Unos días en Bologna han servido para disfrutar de su Piazza Maggiore, el laberinto de callejuelas del casco antiguo, visitar algunos edificios de la universidad (la facultad de derecho es impresionante) y deleitarse con la vida y el ambiente extraordinarios de esta ciudad.
Además, unos días son suficientes para darse cuenta de por qué, gracias a la cantidad y calidad de sus productos gastronómicos, Bologna es llamada, entre otras, Bologna la Grassa (Bolonia la Gorda). Los embutidos (una vez probada la mortadela en uno de sus restaurantes, ninguna otra que compréis os va a saber igual), el prosciutto (pierde al lado de nuestro jamón, pero está bien bueno), el queso squacquerone (cremoso, untado sobre unos panecillos calientes es una gozada), esa delicia llamada queso Parmigiano-Reggiano (Parma también forma parte de Emilia-Romagna) y por supuesto, el omnipresente ragù bolognese, que como parte de unos tagliatelle alla bolognese o una lasagna (que lasagnas tan deliciosas he comido estos días) de pasta fresca fresquísima, conforman una experiencia fantástica.
De vinos no voy a dar nombres, ya que en esta ocasión no he tomado notas, me he limitado a disfrutar. He bebido Prosecco (sencillo y fresco espumoso que como aperitivo va de maravilla), Chardonnay di Romagna (el que probamos, muy cremoso y algo justito de acidez, pero no estaba mal), algún blanco de Pinot Grigio (frutal y ligero), un Vino Nobile di Montepulciano (muy rico, sedoso y suave, unos vinos que me gustan mucho), por supuesto Lambrusco (el de verdad, un vino tinto totalmente seco, con algo de carbónico, que va de escándalo con el embutido boloñés) y sobre todo, algunos ejemplos de Sangiovese di Romagna (en general vinos sencillos y frutales, algo ásperos) y Sangiovese di Romagna Riserva (más hechos, con más presencia, pero también sencillos de beber).
Unos días en Bologna han servido también para darnos cuanta de que, en eso tan de moda que es la llamada cultura del vino, en Italia nos llevan unos pocos kilómetros de ventaja. En cualquier terraza de precio medio (alrededor de 30€ dos platos, postre y vino), las cartas de vinos eran bastante aceptables, predominando por supuesto el producto local. Siempre se nos presentaron las botellas, se descorcharon en la mesa, el corcho fue aireado y olido por el camarero antes de dar a probar el vino, siempre se preguntó quien lo iba a probar, y cuando se pidió una segunda botella, se trajo una copa nueva para probarla; sólo era criticable la calidad de las copas. Vamos, lo que todos consideramos un correcto servicio del vino, pero que en España brilla por su ausencia en muchos restaurantes de la categoría de los que hemos visitado en este viaje.
Es mi segundo viaje a Italia (el anterior fue a Milán), y cada vez me gusta más ese país. Sus gentes son capaces de alegrarte el día sólo con mirarles y escucharles un rato, su arquitectura llega en ocasiones a cotas gloriosas, y su comida y su bebida... ¡Vivan la comida y la bebida italianas!
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